Eran las 5am. Como cada día, al despuntar el alba, Jacinta se levantó a encender el bracero para cocinar el desayuno que iba a darles a su esposo y sus tres pequeños hijos. Diariamente Jacinta caminaba por la vereda hacia el molino, de regreso pasaba por la plaza del pueblo a comprar natilla para sus hijos con los pocos centavos que le sobraban. Gabriel, su esposo, era un hombre alto, musculoso, de facciones mestizas y mirada penetrante. Jacinta era una mujer menuda y delicada de piel apiñonada y ojos azules, herencia de su abuelo, un francés que había llegado al pueblo de San Juan en los tiempos de la intervención. A pesar de tener ya tres hijos, María, Isabel y Jesús, el más pequeño, su cuerpo no había perdido sus formas ni su firmeza.
Jacinta se había casado con Gabriel años atrás por medio de un arreglo entre sus padres. Lógico era que no existiera amor entre ellos, pero Jacinta amaba a Gabriel desde que eran niños y compañeros de juegos. Gabriel, en cambio, sentía cariño por Jacinta, pero no la amaba. Aún así la convivencia entre ellos era cordial, sobretodo a la hora de la comida, cuando estaba la familia reunida en la mesa.
Hacía varias semanas Jacinta había notado algo raro en su esposo. Se notaba distraído, con la mirada perdida en ocasiones. Jacinta pensaba que era debido a que la parcela no había dado frutos suficientes para comercializar en la ciudad.
Gabriel salía cada mañana a labrar el campo, antes de que el sol asomara sus primeros rayos sobre el pueblo de San Juan Apóstol, conocido en la región por su magnífica producción de maíz, el mejor del sureste. Gracias a que su padre le había heredado una parcela lo suficientemente grande para cultivar los frutos para el consumo de su familia y aun para comercializar en la central de abastos de la ciudad, Gabriel había podido sostener a su mujer y a sus tres hijos de modo humilde pero con lo necesario para vivir sin privaciones, pero al mismo tiempo sin lujos.
Los niños, que en su inocencia no sabían de riquezas, se conformaban con lo poco o mucho que pudieran darle sus padres, pues siempre tenían mucho amor de por medio. Esos tres pequeños eran la luz para Jacinta y el orgullo de Gabriel pues a pesar de las privaciones que sufrían, iban creciendo con bastante salud y mayor alegría.
Jacinta, que estaba acostumbrada al trato distante de su esposo, sospechaba que Gabriel estaba viendo a otra mujer, pues las últimas noches había llegado con aliento alcohólico y la ropa sucia. No dijo nada, pues las costumbres del pueblo obligaban a las mujeres a soportar todo, hasta llegar a la humillación de ser la comidilla del pueblo entero cuando los maridos tenían una “querida”. Esto lo había vivido Jacinta muchos años atrás cuando su madre lloraba a solas el engaño de su padre, creyendo que nadie la veía.
Jacinta amaba demasiado a su esposo, lo adoraba al grado de tenerle una absoluta veneración, de tal modo que lo que Gabriel decía se cumplía inmediatamente, sin reparo alguno.
Cierta mañana, el pueblo amaneció con mucho alboroto, habían encontrado el cuerpo de una mujer flotando en la ciénaga, rodeada de lirios, como dormida, parecía una virgen en un lecho de flores. Era Jacinta, la cual había salido muy de madrugada, después que Gabriel se fuera a la parcela. Sabía que otra mujer le había arrebatado el cariño de su marido. No pudo soportar vivir con ese amor quemándole las entrañas. Era mejor dormir para siempre a saber ajeno a Gabriel, después de todo sus hijos seguirían adelante a pesar de su ausencia.
Esa mañana Gabriel había decidido dejar a su amante y entregarse al amor que Jacinta le prodigaba. Cuando Gabriel regresó de la parcela para desayunar con su familia encontró en el pórtico a una muchedumbre, hombres con cara de preocupación, mujeres lamentando la pérdida de Jacinta, quien aparte de ser una buena madre era amable y servicial con la gente del pueblo, quien la tenía en gran estima.
Para Gabriel esto era como un mal sueño del que quería despertar inmediatamente. Miraba con asombro el cuerpo de Jacinta, su cabello aún mojado, el rostro pálido y sereno. Lentamente se acercó hasta donde yacía Jacinta no pudiendo contener sus lágrimas, en silencio se lamentaba esa aventura, sabía que Jacinta había decidido quitarse la vida por causa suya. Por su mente pasaron un sinfín de ideas, muchas preguntas que no sabía cómo responder.
Los rostros de sus hijos, no daban crédito a lo que sus ojos les mostraban. Sólo atinaban a decirle "papá, cuándo va a despertar mi mamita?". Gabriel enmudeció, con la mirada perdida y sintiendo el peso de la culpa sobre su conciencia, tomó el cuerpo de Jacinta entre sus brazos y salió corriendo hecho un loco hacia la ciénaga. Sabía que no podría vivir con eso el resto de sus días; no podría vivir recriminándose la muerte de una mujer que le dió tanto amor.
Tomó la vereda que llevaba a la ciénaga y abrazado al cuerpo de su mujer le pidió perdón muchas veces, luego entró en la ciénaga con Jacinta en brazos y se adentró en las oscuras aguas hasta perderse en ellas.
Los vecinos habían salido a buscar a Gabriel por todos los caminos del pueblo, las mujeres habían pedido al párroco del pueblo hacer oración por el descanso del alma de Jacinta y por el consuelo de Gabriel. Los hijos de Jacinta se refugiaron con sus abuelos, las niñas lloraban asustadas, sin alcanzar a comprender lo que había pasado; el más pequeño sólamente preguntaba a qué hora llegarían sus papás.
Al medio día, luego de mucho buscar, los cuerpos de Jacinta y Gabriel fueron hallados flotando en la ciénaga. Aún estaban abrazados.